Había amanecido otro día
con un limpio y purísimo cielo azul en
el valle, de los varios que se sucedían en un recién estrenado otoño. El sol
calentaba con tanta intensidad que todo
el mundo seguía llevando los atuendos del verano. Las gentes y, especialmente
los menores, se acercaban al cercano riachuelo para aplacar los ardores del
astro rey.
Don Feliciano, el único
profesor que había para dirigir el colegio de aquella villa del nordeste de la
provincia de Guadalajara, había decidido sacar a sus colegiales, una veintena
de niños de diversas edades que sumaba el censo de aquella localidad, a un
prado cercano desde el que pretendía realizar la clase en aquella bonita
mañana, cosa que hacía con frecuencia cuando la climatología lo permitía con la
idea de acercarlos a la Naturaleza.
Aquel buen hombre,
veterano en su profesión, había dedicado su vida a la causa educadora a lo
largo de diversos pueblos de la comarca. Trataba de encauzar con mucho ardor
educativo, a los niños que enseñaba, para guiarlos por caminos fecundos y que
tuvieran un desarrollo feliz en su vida.
Hermanado con la
naturaleza en aquellos momentos que el buen tiempo le brindaba, le gusta
hablarles de las cosas buenas de la vida, y de los orígenes de aquel pueblo.
Les invitaba a valorar las maravillas de los floridos campos y de los bosques de pinos que circundaban las
casas como si quisieran abrazarlas; las tierras sembradas de cereales, los montes no muy lejanos de la villa, donde florecían
las plantas olorosas de romero y tomillo, principalmente, y los lugareños
tenían instaladas colmenas para que las abejas produjeran la famosa miel de la
Alcarria.
También les inculcaba
determinados valores para su riqueza interior y que gozasen de buenos
sentimientos; del respeto a los mayores
y especialmente a sus padres de los que debían ser muy obedientes.
Destacaba la importancia de ser buenos estudiosos en las diversas materias que
el profesor impartía. Con frecuencia les decía que las lecciones que ahora les
daba, serían los cimientos de su futuro.
A media mañana, a modo de
recreo, como de costumbre, celebraban un encuentro de futbol, donde todos
participaban compitiendo en una liguilla que el profesor había formado, y donde
además ejercía de árbitro.
Don Feliciano venía
observando que había un muchacho de ocho años al que, con cierta frecuencia, se distraía cuando impartía
clase en el local que el Ayuntamiento les tenía destinado como colegio. Pero se
le veía más contento cuando salían al exterior como en esta ocasión ocurría. Estaba
feliz observando el cielo y la naturaleza de los alrededores de la villa.
Se lo había comunicado a
sus padres para conocer las causas de su frecuente distracción, pues le
consideraba un niño espabilado y obediente en cuantas indicaciones le ordenaba
el profesor; él estimaba que podía mejorar las notas que obtenía, ya que tenía
capacidades por encima de la media de los demás niños de la clase.
Los padres de Tino
comentaron al profesor: “Don Feliciano, su comportamiento en casa se puede
decir que es de un niño normal, bueno y cariñoso, pero le observamos que tiene
cierta obsesión con el cielo, las estrellas, la luna y los planetas. Muchas
noches le vemos asomado a la ventana de su habitación, extendiendo la mano al
infinito firmamento preñado de estrellas, como si quisiera señalar algunos de
sus múltiples puntos luminosos. En ocasión de los ciclos de luna llena, cuando ésta
ofrece su mayor esplendor plateado, nos llama para que veamos tan bonito
espectáculo. Queda ensimismado por tanta belleza”
“También nos comentaba
que, en las horas de dormir, sus sueños están relacionados con las estrellas; que
en otros sueños se veía volando sobre un gran pájaro que extendía sus enormes
alas hacia una brillante estrella en el firmamento, despertando con sobresalto al
caerse de la cama por tan enorme emoción”
Don Feliciano quedo
pensativo por cuanto oía de los progenitores de su alumno, llegando a
comprender que aquel niño empezaba a interesarse por cosas que para los demás
alumnos pasaban inadvertidas. También empezó a comprender por qué en el colegio
le llamaban el “contador de estrellas” y
los
sueños fantásticos que contaba a sus amigos más íntimos relacionados con
el firmamento.
A los padres les tranquilizó,
prometiéndoles que él se ocuparía de atenderle de forma especial en sus
peculiares ilusiones, pues no había que olvidar que generalmente a esas edades
casi todos los niños tienen sueños que quieren realizar, por imitación del mundo de los mayores. Y venía a recordar
que en una ocasión, cuando a toda la clase preguntó sobre qué deseaban ser en
el futuro, Tino dijo que quería ser astronauta para estar cerca del firmamento,
y conocer si había otros niños con quienes jugar. No me extrañó demasiado,
considerando las respuestas de los demás alumnos con resultados de lo más
curioso que se pueda imaginar.
Algún tiempo después,
aquel buen profesor había obtenido autorización para organizar una excursión al
Centro de Seguimiento Espacial de la Nasa en Robledo de Chavela, en la
provincia de Madrid, con la aprobación de las familias y enorme entusiasmo de
todo el colegio, pero especialmente de Tino que recibió la noticia con enorme
gozo.
Llegó el día maravilloso
que todos esperaban con gran ilusión y quedaron asombrados por cuanto vieron. Reportajes
sobre la llegada del hombre a la luna; documentos fotográficos de los diversos
despegues de cohetes enviados para desentrañar los misterios del universo;
estudios del comportamiento del ser humano en el espacio, con imágenes de las
maravillas que desde allí se contemplaban, y el instrumental necesario para
llegar a tan enormes distancias. Todo un resumen de información que les llenó
de emocionado entusiasmo.
Pero como todo tiene su
fin, se preparaban para marchar, cuando advirtieron que un asiento del autobús
estaba vacío; se trataba del que debería ocupar Tino. Todos se preguntaron
¿Dónde estará este muchacho, seguro que contando las estrellas que se ven en
los reportajes, o aún está asombrado por los despegues de aquellos enormes
cohetes disparados al espacio? Dejaros
de tontadas y decirme: ¿Pero es que no le habéis visto? Preguntó el profesor. Uno de los colegiales
dijo: La última vez que le vi estaba observando detenidamente un traje de astronauta.
Pues todos a buscarle. Contestó el profesor.
Pero se encontraron con que
habían cerrado las puertas para las visitas, por lo que no podían entrar ¡Qué sofoco,
qué angustia, qué contrariedad! Estaban asustados y buscaron al guardia de seguridad
para que les abriera el Centro para visitantes y pudieran buscar al dichoso
niño.
Así lo hizo con cierto
desagrado el vigilante, y después de mucho buscar por todos los rincones, a lo
lejos, en un lugar donde había un traje de astronauta donde la gente se podía
meter dentro y hacerse fotografías asomando la cara por el hueco del casco
simulando se tratase de un verdadero astronauta, allí estaba Tino. Todo
tranquilo y sin inmutarse, les dijo que esperaba el momento de que le llevaran
hacia algún cohete que saliera para el firmamento, mejor aún si era con destino
a la luna, o al planeta Marte que estaba
más lejos y al que deseaban llegar todos
los astronautas.
Todos los niños rieron la
broma menos el guardia de seguridad y Don Feliciano, que abochornado por el
hecho, se disculpó como pudo y amonestó a su alumno.
Al anochecer de aquel
hermoso día llegaron a la villa alcarreña, todos contentos por cuanto habían
visto. El cielo estaba limpio de nubes por lo que se veía la gran belleza del
firmamento y la luna brillante como una bola de plata resplandeciente. Todos
sintieron la curiosidad y la admiración de aquel espectáculo, emulando lo que hacía Tino desde su asiento. Desde entonces empezaron a admirar la belleza
de cuanto se exponía a la contemplación humana de tan magna creación, y Don
Feliciano estaba orgulloso de que así fuera gracias a la originalidad de aquel
especial alumno.
Años después, a aquel niño
que soñaba con las cosas del cielo y la naturaleza, sus padres lo llevaron a
estudiar el bachillerato al instituto de Sigüenza; y posteriormente le
facilitaron cursar la carrera de Ingeniería Aeroespacial, en la Escuela de
Ingeniería Aeronáutica y del Espacio, de la Universidad Politécnica de Madrid.
Terminada la carrera
brillantemente, pasó a formar parte del equipo que formaban en el Centro de
Seguimiento Espacial de la Nasa en aquel bonito e interesante lugar que había
visitado con su colegio hacía mucho tiempo.
Muchos años después, un
buen día, quedaron sorprendidos en el colegio de la villa alcarreña en la que
se desarrolla nuestra historia, al recibir un enorme y extraño bulto. Muy
inquietos, alumnos y profesor, esperaban conocer lo que había en su interior. Quedaron
asombrados al ver que se trataba de un magnífico telescopio. En la base de
aquel extraño y complejo aparato, había
una placa con la siguiente reseña: “Telescopio Don Feliciano, regalo de Faustino antiguo alumno
del colegio”
Lo hacía en recuerdo de aquel buen profesor que tiempo atrás había fallecido.
Eugenio 2017
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