Al hijo de mi amigo
Sarbelio, médico que goza de reconocido prestigio.
El joven estudiante
deseoso de ampliar los horizontes de su sabiduría se trasladó a Atenas al final de la época gloriosa
de Pericles. Iba cargado de ilusiones y enorme esperanza de conseguir nuevos
conocimientos.
Enamorado de la historia
de Grecia, de su admirable civilización y de sus ilustres personajes, quedó
prendado cuando leyó las obras de Homero, poeta del siglo IX antes de la era
cristiana especialmente La Ilíada y La Odisea, consideradas obras maestras de
la épica griega, en las que se exaltan las virtudes heroicas de grandes
personajes, que han tenido inmensa influencia en la cultura universal.
Nuestro joven y aventajado
alumno dedujo que todo lo que ha evolucionado en la
humanidad ha sido de origen griego, que fue fascinante la contribución de sus
protagonistas en la civilización occidental y que la antorcha de la civilización siempre ha
sido confiada a los jóvenes que tienen la fuerza de llevarla hacia nuevas metas.
Había sido seleccionado
por el Liceo de Atenas para ampliar sus conocimientos y su llegada coincidió
con la estancia de Aristóteles, donde finalizó su famosa obra Retórica,
alrededor del año 330 antes de la era cristiana, una vez cumplida la misión que
le había confiado el rey Filipo de Macedonia sobre la educación de su hijo
Alejandro, quien años más tarde se dedicaría a conquistar el mundo en nombre de
la civilización griega.
La filosofía alcanzaba su
cenit. Era la herencia de Sócrates, en cuya escuela había nacido la sabiduría
que alcanzaba todos sus términos y de la que salieron ilustres sabios, Platón
uno de ellos.
Aquel juicioso alumno había sido invitado por
su destacada formación pedagógica. Lo hacían también con otros alumnos de las
ciudades-estado del conglomerado griego, para prepararles por su destacado
talento ante una acción de gobierno en el futuro; persuadirles de lo bueno,
como el cambio de parecer respecto a lo malo, poniendo sus capacidades al
servicio de la verdad en favor de la sociedad, y que la sensatez fuese la
virtud capaz de elegir y poner en obra
lo que depende de nosotros.
Aristóteles fue el más
distinguido alumno que tuvo Platón en la Academia que éste había creado. Sentía
gran fascinación por su maestro con el que estuvo cerca de veinte años bajo su
tutela, hasta la muerte del sabio a la edad de
80 años, que estuvo impartiendo sus magistrales clases.
Contaba Aristóteles a sus
alumnos con admiración y recuerdo, que murió
de muerte natural, y como se diría ahora, plácidamente. Y la anécdota, que uno de sus alumnos le invitó a ser
padrino de su boda, a pesar de los ochenta años ya cumplidos, y cuenta la
historia o leyenda que participó activamente en la fiesta, bromeando con sus
alumnos y bebiendo algo más de los normal para su edad. Parece ser que en
determinado momento se sintió cansado y con sueño, mientras seguía la comilona.
Retirándose a un lugar cómodo para descabezar el sueño, a la mañana siguiente
le encontraron sin vida, pasando del sueño momentáneo al sueño eterno sin
apreciar el tránsito.
También les comentaba que
gozaba de un buen humor y carecía de engreimiento e irradiaba singular
simpatía. Y se le atribuía cierta candidez y destacada humanidad.
En aquella época aprendió
de aquel gran maestro, que todo lo que hacemos es solo para procurarnos placer,
que los únicos que nos dicen la verdad son los sentidos y que la filosofía solo
sirve para afinarlos.
También les contaba, que
siendo discípulo de Sócrates, subían a la
Acrópolis para para admirar el Partenón y todo el conjunto edificado
sobre la histórica colina de Atenas, y admirar las maravillosas estatuas y capiteles, y desde allí inspeccionar el firmamento
y estudiar las estrellas y los planetas.
Nuestro joven y particular
estudiante había sido invitado al Liceo ateniense, considerando sus especiales
conocimientos de la historia de Grecia, y especialmente de Atenas, patria de la
filosofía. De carácter cosmopolita y tolerante, receptivo a todas las ideas, y
el Liceo había abierto sus puertas a los emigrantes de otros pueblos y demás
islas griegas, acogiéndoles con entusiasmo.
Observaba a algunos
improvisados compañeros, que eran astutos y volubles, que cuidaban más de
formarse una inteligencia que un carácter, prefiriendo ser brillantes bribones
mejor que nobles caballeros. Creían en la lógica como arma de combate para engañar
al prójimo, siendo presa fácil de alguna pasión: gloria, poder, amor o dinero.
Les gustaba más lo nuevo, porque aman más a los jóvenes que a los viejos, y sus
ideas de vida es de una existencia plena de todas las experiencias. En resumen,
venían a coincidir con el conocimiento que el improvisado estudiante traía de
su mundo.
También conoció que los
griegos estaban divididos en ciudades-estado y en eterna pelea entre ellos. Solo
se sentían hermanados una vez cada cuatro años, por el vínculo que les creaba
el deporte con ocasión de los juegos de Olimpia. Todo ello le era familiar pues
su mente le traía lejanos recuerdos. Que las rencillas de grupos en los pueblos
del mundo desaparecen, hermanándose en furia desenfrenada, por el éxito del
equipo o grupo apoyado con desmedido fanatismo. Agrupándose para festejar los
juegos, olvidándose por unos días de sus discrepancias y conflictos, haciendo
manifestación de sus más variadas personalidades en pomposo y fastuoso cortejo,
por ver cual más vistosamente se presentan ante el público asistente.
Un historiador de la época
contaba que Leónidas, el de las Termópilas, quedó abandonado solo con sus
trescientos valientes donde lucharon bravamente hasta la muerte, y que un
soldado persa, con cierta admiración, gritó a su general: ¿Qué clase de hombres
son esos griegos que, en lugar de estar aquí defendiendo a su país están en
Olimpia defendiendo tan solo su honor?
Nuestro joven estudiante,
alumno de la sabiduría griega, se sorprendió de aquella floración de la
filosofía, el teatro y la arquitectura. Asistió a ver obras de los tres grandes
de la tragedia: Esquilo, Sófloques y Eurípides, y comedias de Aristófanes.
También en su viaje fantástico comprobó que la humanidad está destinada a no
aprender nada de la historia, y a repetir siempre en cada generación los mismos
errores, idénticas injusticias y bestialidades.
Asimismo se sorprendió al
observar las invocaciones a dioses en los templos, implorando misericordia para
la sanación de enfermedades y otras gracias divinas. Y de los santuarios a
donde acudían muchedumbre de lisiados para obtener milagros de las aguas de
fuentes termales, de las hierbas y mediante la oración y la ofrenda,
convirtiendo aquellos centros de peregrinación en lugares sagrados.
La representación de los
hombres y de los hechos de aquellos lugares, le recordaba los que conocía de
donde procedía.
Entonces apareció la
medicina, que se apoyaba en bases racionales, cuyo fundador fue Hipócrates, que
parece ser era hijo de un curandero. Fue el primero que separó la medicina de
la religión o del fanatismo, desmantelando el origen celeste de las
enfermedades por el de sus orígenes naturales.
Quedó sorprendido el
aventurado alumno cuando le dijeron que la cura de las enfermedades consistía
en un equilibrio, basándose más que en las medicinas, en la dieta, y que mejor
era prevenir la dolencia que reprimirla.
Aquel distinguido
personaje dotó a la profesión de una alta dignidad, elevándola a nivel de
sacerdocio, con un juramento que comprometía a sus adeptos a ejercer según
ciencia y conciencia. A los ochenta años su salud era el mejor reclamo de su
terapia, viviendo sujeto a un horario y dieta rigurosa, comiendo poco, andar
mucho, dormir sobre duro, levantarse con los pájaros y con estos acostarse, esa
era su norma de vida, que ha servido de regla hasta los tiempos actuales.
Nuestro joven personaje
iba anotando en un diario todo lo que venía observando desde que entró en el
Liceo de Aristóteles, y cuanto aprendía de aquel gran sabio. De él supo que
desde el siglo V antes de la era cristiana, Atenas poseía las condiciones de
una gran capital y en ella convergían un cruce de culturas al afluir en la
ciudad hombres de diversas civilizaciones. Que tuvo un florecimiento rápido y
ágil, y en los siglos siguientes dio a la humanidad lo que otras naciones no
habían dado al mundo en milenios de su historia. Fue el más glorioso y
floreciente periodo de la vida de Atenas. Que vivir en ella en aquellos
momentos era un privilegio que los atenienses no supieron valorar, pues se
suele medir la fortuna de los demás y no valorar la propia.
Una mañana de la primavera
ateniense, el sabio profesor había anunciado a sus alumnos una excursión hasta
la Acrópolis para el estudio de cuanta belleza allí se había construido, y
especialmente la obra maestra era el Partenón. Templo erigido en honor a la
diosa Atenea cuya construcción se debió
al gran empeño que en ello puso Pericles,
hombre que gozaba de especiales cualidades de estadista, buen
administrador, y cuyo tesón y esfuerzo logró que su periodo fuera considerado
la edad de oro de Atenas. Aunque al final de sus días los atenienses le pagaron
con mucha ingratitud.
Hubieron de suspender la
excursión que tenían proyectada debido a una fuerte tormenta que atronando la
ciudad la dejó casi en tinieblas,
produciendo infinidad de relámpagos y rayos como si las fuerzas de la naturaleza
quisieran hacer desaparecer Atenas.
Una vez más, nuestro
particular alumno, anota en su diario, que el sabio profesor manifestó en un
momento determinado: “La tormenta posiblemente fuera una premonición del negro
futuro de aquella ciudad”. La que empezaba a sentir sus últimos fulgores y se
respiraba cierta crispación, fruto del desenfrenado individualismo histórico que
llegaba a extremos asfixiantes, y de las guerras continuas por los extremados
nacionalismos entre las ciudades-estado que componían el fragmentado pueblo
griego.
Corruptelas frecuentes y traiciones políticas, favorecieron el
ascenso del poder persa, con los que tuvieron serios problemas, unido a la
pérdida de las colonias en la península itálica, de Sicilia y Macedonia,
quedando reducidos cerca de dos siglos
más tarde a simples provincias de la Roma Imperial, que heredó la antorcha de
la gran civilización griega.
En el momento de un ensordecedor
trueno, nuestro joven estudiante oye también que le llaman insistentemente:
¡Cesar, Cesar, despierta Cesar, vamos despierta, que perdemos el vuelo que nos
lleva a Atenas!
El abuelo Octavio había
prometido a la familia un viaje a Grecia con motivo de haber finalizado
brillantemente los estudios de bachillerato de su nieto, y él y los padres del
muchacho ya estaban preparados para salir al aeropuerto Adolfo Suarez, que distaba
media hora por carretera desde su
domicilio en la Colonia del Dr. Sanz Vázquez, en la ciudad de Guadalajara.
Eugenio
Madrid, Octubre- 2014
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