Alboreaba un nuevo día en
el verano de 1933, con la previsión de un cielo azul y sol radiante, augurando
momentos felices para una familia de una destacada villa en la provincia de
Guadalajara.
No obstante aquella mañana
todos querían olvidar los momentos
convulsos que se vivían, no solo por aquella comarca, sino en toda España,
desde que en la primavera del 31 cambió el sistema constitucional, con la
proclamación de la segunda república, en sustitución de la monarquía de Alfonso
XIII; que produjo mucho júbilo entre la mayoría de los ciudadanos, pero que
pasado no mucho tiempo se tornó en desilusión generalizada. En el primer bienio
(1931/1933) se llevaron a cabo diversas
reformas que pretendían modernizar el País, y hubo gran cantidad de reivindicaciones
de libertades, que a la postre se perdieron por diversas razones, largas de
enumerar.
En el transcurso del
citado periodo, en el que aconteció la historia que pretendo narrar lo más
fielmente que la memoria me permita recordar, ocurrieron acontecimientos tan
graves, que convulsionaron la convivencia de la mayoría de los ciudadanos en
general: Intentos de golpes de estado, huelgas generales, insurrecciones,
expropiaciones de tierras, reformas socio-laborales que hostigaban a las clases
medias provocando crisis económica y paro. Los poderosos vieron en peligro sus
propias vidas y sus haciendas; y el común de los mortales, pasaron a vivir
situaciones de inseguridad, penuria y mucha inquietud.
El referido bienio fue el
preámbulo de la revolución del 34, que en Asturias provocó una auténtica convulsión
social, sofocada sangrientamente por el ejército; y sucesivas situaciones
posteriores a cual más desafortunadas, que alteraron la convivencia pacífica,
siendo los gobernantes incapaces de evitar la trágica contienda bélica que
padeció este sufrido País entre 1936 y 1939.
Pero volvamos a nuestra
historia, referida a un matrimonio de los de carta cabal, como por la Alcarria
se decía, de buenas personas. Fueron prolíficos en su vida matrimonial, pues
ocho hijos tuvieron, el último una niña a la que pretendían bautizar el día 16
de Julio, coincidiendo con la festividad de la Virgen del Carmen, patrona de
los marineros y de muchas ciudades y pueblos de España.
La modestia de aquella
familia se manifestaba en los momentos más corrientes de la vida. Gozaban de
buenos signos de amor por los demás, practicando la ayuda a los más
necesitados, sin que ello significase que tuvieran sobrada fortuna. El cabeza
de familia gozaba de humilde salario en su calidad de médico rural; ayudada su
economía con las rentas del cultivo de algunas tierras heredadas de sus
antepasados. Esquivaron siempre en entremeterse en las vidas ajenas salvo
cuando requerían de su colaboración o ayuda; y eran admirados por su notable
prudencia y paciencia; singularidades de una vida feliz; se distinguían
haciendo el bien y por su gran pasión por lo bueno y bello de acciones
encomiables, resultado de la pureza de sus almas.
El amor, que es un vocablo
que hechiza al espíritu humano, revela lo más profundo de nosotros, así pensaba
aquel buen padre y esposo, que de hecho
en cierta ocasión estuvo a punto de perder la vida por un amigo, que es la
manifestación más grande de amor que se puede dar: en los primeros momentos de
nuestra desgraciada guerra civil, acogió en su casa a un perseguido por las
fuerzas republicanas que pretendían liquidarle, con el consiguiente peligro
para el matrimonio y su familia, hasta la liberación de la población alcarreña
por el bando nacional. Tiempo después, algunos pensaron que fue una temeridad.
Pero estas personas que
son tan buenas, como santos dirían algunos, también adolecen a veces de ciertos
signos de terquedad a la ahora de manifestar sus particulares ideales.
Se ignora el origen de un
pensamiento que aquellos buenos cristianos llevaban tiempo fraguando para el
bautizo de su última hija, en particular el esposo que supo ejercer influencia
en su compañera. Quizá también cierta influencia debió tener la situación que se vivía en aquellos tiempos
de carencias, más que por razones
ideológicas, que tan exasperadamente fluían en aquella sociedad convulsa, que
se sumía precipitadamente hacia un desagradable destino.
Estando todos presentes a
la espera de la llegada del cura párroco que presidiría el acto religioso, el
clérigo dispuso los términos para atender sus obligaciones. Todos los presentes
estaban silenciosos y atentos a la ceremonia que transcurría normalmente. El
padre de la criatura sintió penetrar en su alma un sentimiento de veneración y
dulce respeto, frente al orgullo que le abatía por manifestar su pensamiento.
Llegado el momento de
preguntar por el nombre que tenían intención de poner a aquella angelical
criatura, el padre, antes de que su querida esposa pudiera emitir su deseo, con
mirada grave, pero con voz firme dijo sin más dilación: Libertad deseo poner
por nombre a esta niña.
Hubo mucho asombro
entre los asistentes, solo la madre, que
conocía las intenciones de su esposo, que quedó cabizbaja y ruborizada por los
murmullos de la familia y demás congregados, pero especialmente la que esperaba
del señor cura párroco.
Había que ver la expresión
turbada en el rostro de aquel celebrante al escuchar tal nombre. Al poco tiempo
se impuso un solemne silencio, roto en unos instantes con una expresión serena
llena de cierta animosidad e invitación a la comprensión hacia los padres, les
interpeló: ¿No os parece mejor poner a esta niña el nombre de Carmen, por el
que se conoce este bonito día de celebración de la patrona de los mares del
mundo, tan venerada por los marineros, pues no me negareis que es más lindo y
hermoso que el que pretendéis imponerle a esta bonita niña, o por lo menos
María, o más precioso todavía, María del Carmen? Lo dijo mirando directamente a
los ojos del padre, tratando de convencerle.
Pero nuestro personaje, no
estaba decidido a ceder en su idea, e insistía que fuese Libertad el nombre de
su hija, argumentando que con su humilde intención pretendía que la niña
representase la libertad que en aquellos momentos tanto escaseaba en el país.
No obstante su orgullo, el
argumento del párroco le abatía, pero su terquedad se imponía y volvió a
insistir en poner aquel singular nombre a su hija, añadiendo que era su
voluntad y entendiendo que se debía respetar.
Pensativo estaba el
oficiante: ¿Quién es capaz de conocer las finalidades del ser humano? ¿Debo de aceptar la proposición de este hombre tan
terco? Pues no, no puedo ir en contra de mis sagrados principios y los de la
Santa Iglesia. Parecía pensar aquel atribulado cura. Pues observando lo que
pasaba le producía confusión.
Después de unos instantes
fijó su mirada en los padres que esperaban atónitos la reacción del celebrante.
Tomando entre sus manos aquella inocente criatura, la extendió hacia sus padres
y con voz grave les dijo: Esta niña ha sido bautizada en el nombre del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo, y aquí os entrego la que desde estos momentos se
llamará Carmen. Y ahora haced lo que queráis con ella “Os la quedáis o la tiráis”
Los padres reaccionaron
rápidamente dando un paso al frente para tomar entre sus brazos a la niña que
en esos momentos empezaba a llorar desconsoladamente, pues temían que aquella
forma tan expeditiva del cura podía hacerla caer al suelo.
Aquel cura párroco
ortodoxo en extremo y aguafiestas de aquella ocasión, pero reconocido como
buena persona por otros comportamientos, bendiciendo a los presentes, dio por
terminada la ceremonia con un “En el nombre de Dios os bendigo a todos, y que
la Divina Providencia os inspire buenos propósitos”.
Todos pensaron que
insistir en el tema era empresa desesperada, así es que decidieron callar y el
silencio se impuso hasta el final de la ceremonia, pensando en las alegrías que
la niña les había proporcionado con su nacimiento, y en el buen ágape que
tenían preparado para saciar el apetito de los comensales.
La historia de nuestros
personajes continuará más adelante, complicándose sus vidas dentro del contexto
social en que estaba sumida la sociedad de entonces, con un clima creciente de reivindicación de libertades, y
derechos de los trabajadores, tasas de desempleo crecientes, frecuentes
enfrentamientos callejeros, huelgas revolucionarias y asesinatos. La agitación
política llegaría a extremos de gran dureza, y la Iglesia fue objetivo de
persecución y quema de sus monumentos.
Por todo ello, no era
extraño el comportamiento irracional de los ciudadanos de todo porte,
provocando con cierta frecuencia estar a la greña entre los dos bandos tan
diferentes que habían surgido en aquella
sociedad.
Al tiempo de contar trozos de nuestra historia patria,
hasta donde permite la brevedad; deseo hacer honor a la verdad sobre la vida de
nuestros personajes, destacando la reputación de aquel matrimonio de
buenas y trabajadoras personas, a quienes las
circunstancias les exigían mucho esfuerzo para sacar adelante a su extensa
familia; suscitando también mucha
admiración por su caridad al curar y beneficiar a los más necesitados.
Pero tres años después, en
el verano de 1936, la buena fama que tenía aquel matrimonio entre sus vecinos,
no les libró de la envidia de algunos más levantiscos, y fueron acusados de
estar en connivencia con los que se habían levantado contra el gobierno de la
República, y el furor, la confusión y el desenfreno reinante, aumentó en la
medida de las noticias que se recibían
de los comportamientos de las fuerzas nacionales, en aquellos primeros momentos
del levantamiento militar.
Era tal la desventurada e
insegura situación de las personas en aquellos tiempos, que nadie se libraba de
sospechas y acusaciones mutuas que se cursaban entre los vecinos de las
poblaciones en general, y la villa alcarreña no se libró de la tragedia que se
empezaba a vivir.
Eran frecuentes las
agresiones, que en algunos momentos terminaban en muerte, como el caso del cura
párroco, que una noche apareció en un descampado con un tiro en la cabeza.
Aquel que ofició el bautizo de Carmencita, la niña que originó el singular
bautizo comentado anteriormente.
Otros tuvieron más suerte,
pues se adelantaros a los acontecimientos poniendo tierra por medio, huyendo
para esconderse en lugares que entendían más seguros para salvar sus vidas.
Pocos días después del
levantamiento militar, aparecieron varias personas en la casa donde residían nuestros
personajes. Al frente iba un representante gubernamental con la orden de
detener al cabeza de familia, acusándole de haber facilitado la muerte del alcalde
de la villa.
La familia del Regidor del
Ayuntamiento, le había denunciado después de haber sido tratado sin éxito de
una extraña enfermedad, y también se decía, por la inquina particular que sentía por
aquella autoridad, a causa de un problema antiguo sobre la propiedad de tierras
que ambas familias reivindicaban, y que tuvieron que resolver en los Juzgados
de la Capital, al final con dictamen en favor de nuestros personajes.
Pronto se corrió el rumor
por la villa, que posiblemente el dictamen que haría el tribunal popular que le
iba a juzgar, sería el de pena capital.
Aquel buen hombre fue víctima
de odios y envidias antiguas que suele acontecer entre personas y en todos los
lugares, y que estando adormecida afloran cuando la desgracia acompaña en
determinados momentos terribles, y la justicia y el orden se tambalean, como
ocurrió en aquellos desgraciados momentos de la contienda civil.
Se ignora si nuestro
personaje tenía ideas políticas o sindicales, pero si así fuese, no desmerecía
en nada su personalidad, por la bondad y buen corazón que gozaba, practicando
el bien en todos los momentos de su vida; y se aseguraba que aquel hombre nunca
en aquella pobración alcarreña había dado ocasión de hablar mal de él.
La atribulada esposa de
aquel hombre, padre de sus ocho hijos, viendo la tragedia que le venía encima,
y pensando en el futuro de su familia, decidió presentarse ante el juez que
presidía aquel improvisado tribunal del pueblo que iba a juzgar a su marido,
invocando misericordia por la injusticia que pretendían cometer.
Así lo hizo acompañada de
dos de sus ocho hijos, y ya en presencia del juez imploró: ¡Oh señor! ¿Qué
puedo pretender yo, pobre de mí? Solo
rogar que su señoría trate con misericordia a mi inocente marido, él, que ha
hecho tanto bien por las gentes de este pueblo, y que es incapaz de matar un
simple pajarillo. ¿Cómo pueden acusarle de matar a nadie, cuando un médico solo
trata de salvar vidas, que muchas han sido, y también las que por su mediación
han venido a este mundo? Por favor, señoría, dejen marchar libre a mi marido
para que siga haciendo el bien a los ciudadanos y también para que podamos
sacar adelante a mi familia, pues sabe los hijos que tenemos que alimentar y
sin mi marido, pobrecitos, qué será de
ellos ¡Pobre de mí! Y continuó suplicando hasta que sus lágrimas se lo
impidieron.
Aquel juez sintió cierta
compasión, pensando que las palabras de aquella mujer tenían cierta
credibilidad, por lo que manifestó que sería revisado el expediente, y así lo transmitió
tratando de consolar a la apenada señora.
¡Oh señor mío, que Dios
premie su misericordia! Le dijo a su señoría, con una mezcla de consuelo y
agradecimiento, y lloraba desconsoladamente por la emoción de oír al juez sus
palabras de aliento y de cierta ternura, y en especial por sentir la dicha de
intentar la liberación de su esposo, por el que había suplicado hasta haber
tocado el corazón de aquél juez que tenía en sus manos la vida del padre de su ocho hijos.
Pocos días después fue
absuelto y devuelto a su hogar. Coincidió con las noticias que tenían por la
comarca del avance de las tropas nacionales que venían tomando plazas
paulatinamente en favor de su causa.
Quiero recordar, que
tiempo después, una vez tomada la plaza por las tropas nacionales, aquel juez
fue salvado de la muerte por la intervención en su favor de nuestro personaje,
así como por la familia del alcalde, cuyo fallecimiento fue ocasionado por una
grave enfermedad que no tenía curación.
P.D. Aquella niña, años después, siendo una joven
madura y de notable belleza, contrajo matrimonio con un apuesto joven
madrileño, con buena estrella y brillante porvenir. Que al obtener el
certificado de nacimiento, requerido para dicha unión, pudieron comprobar que,
junto al nombre de Carmen, aparecía el de Libertad. Ello les produjo cariñosa
sorpresa y el recuerdo amoroso de aquel buen padre, que empeñado estuvo en
poner a su hija tan singular nombre. Secreto que guardó de su inscripción en el
registro después del bautizo.
La pareja de enamorados, casados
y felices desde entonces, tuvo varios hijos
y la dicha de encantadores nietos y biznietos, como regalo del Cielo que
alegran los días en el crepúsculo de sus vidas.
Madrid, Mayo de 2015 Eugenio
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